El proyecto se organiza a partir de dos núcleos: una mesa frontal y otra posterior. Cada una modela el espacio que la contiene. En la entrada, la mesa trapezoidal define el Work Café —lugar de paso, de encuentro, de pausa. En el fondo, la mesa circular activa un espacio que se abre en torno a ella, dispuesto al intercambio, a la exposición, a la escucha. El mobiliario no solo ordena: invita. El trazo general del proyecto no busca linealidad, sino continuidad. Las oficinas cerradas se organizan como habitaciones que reconocen la necesidad de intimidad sin aislarse del conjunto. Entre ellas, los espacios de trabajo compartido permiten múltiples maneras de ocupar el lugar: fijas o temporales, concentradas o colaborativas. Las fachadas interiores no son simples particiones. Se diseñan como límites habitables, con ritmo, escala y textura. A lo largo de la circulación, se desplazan levemente, generando una secuencia casi escenográfica. Nada está completamente alineado; el espacio sugiere algo más allá de sí mismo. En el centro, un bloque de servicios divide y estructura el espacio. Su ubicación permite generar dos zonas diferenciadas, cada una con su propio núcleo social. Este gesto funcional, sin embargo, es también una manera de establecer relaciones y transiciones: entre estar solo y estar con otros, entre concentración y conversación. El mobiliario opera como infraestructura doméstica. Organiza el uso, acompaña el recorrido y enmarca situaciones. No se impone, pero estructura. Al final del trayecto, una sala monocromática —el Blue Room— interrumpe la continuidad. Todo es azul: un espacio donde el contexto desaparece y solo queda lo que ocurre adentro. Es una pausa, un desplazamiento, una forma de enfocar. Más que definir zonas, el proyecto propone condiciones. Cada parte contribuye a una oficina entendida no como suma de funciones, sino como sistema de relaciones. Un lugar donde el trabajo se construye también a través del encuentro.