En esta segunda exploración sobre la oficina contemporánea, el encargo exigía máxima adaptabilidad en un espacio mínimo. Se trataba de diseñar una estructura capaz de alojar distintas dinámicas de trabajo, que pudiera montarse, desmontarse y transformarse sin perder identidad ni confort. Aquí, el límite entre arquitectura y mobiliario se disuelve. Las divisiones ya no son muros: son muebles. Un único módulo, replicado, da forma al espacio, organiza los usos y define las zonas de trabajo. Cada pieza se convierte en contenedor, soporte y contorno, según la necesidad. La oficina no se plantea como una suma de cubículos, sino como un sistema vivo, que reconoce que lo más estable en el trabajo actual es el cambio. El resultado es un espacio flexible pero estructurado, donde el mobiliario no solo responde: propone.